La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es la pregunta acerca de la experiencia de la falta de sentido, pues justamente en esa experiencia consiste el verdadero sufrimiento. ¿Qué sentido tiene la experiencia de lo sin-sentido? ¿Tiene esa pregunta algún sentido? Es seguro que no apunta hacia ningún tipo de instrucciones para conseguir experiencia (lit. praxis): el sufrimiento es el límite de la praxis. El sufrimiento es aquello contra lo cual yo, al menos de momento, nada puedo hacer. La réplica de quien, hablando del sentido del sufrimiento, afirmase que debe ser combatido allí donde se dé, justifica de hecho el sufrimiento, y no debe ser tenida en cuenta como tal réplica. Porque no se pregunta cómo podemos disminuirlo, sino qué sentido tiene aquella situación en la que todos nuestros esfuerzos para disminuirlo o evitarlo llegan a un límite. Todos experimentamos alguna vez tales situaciones: los esfuerzos humanos llegan a su fin, y sucede lo que no queremos. El tema «sentido del iufrimiento» es idéntico al tema: «sentido de lo que no queremos, de lo que nadie puede querer para sí mismo».
Si alguien, de quien se pudiera suponer que sufre menos que otros, hablase sobre el sufrimiento, se le podría objetar:«para ti es fácil hablar; deberías antes pasar por una situación de verdadero sufrimiento: se te acabaría entonces el discurso». Pero ésta no es tampoco una réplica razonable, pues si yo sufriera de manera extrema por un instante, me encontraría entonces, de hecho, en una situación en la que nada podría decir sobre el sentido del sufrimiento.
Con todo, cuando hablamos del sufrimiento no lo hacemos necesariamente como un ciego pudiera hablar del color. Es decir, no hay límites exactos entre sufrir y no sufrir; y no los hay, porque al hombre –como dijo Thomas Hobbes– el hambre futura ya le convierte hoy en un hambriento. Tenemos miedo del sufrimiento, y ya ese mismo miedo es sufrimiento.
Si yo estuviese hablando de un dolor físico que en este momento no tengo, o que quizá no he tenido nunca, entonces hablaría como un ciego habla del color. Pero el sufrimiento es algo distinto del dolor físico. El temor ante el dolor físico es, con frecuencia, peor que el propio dolor. Y siendo esto así, el miedo ante el sufrimiento es con frecuencia miedo del miedo. El temor ante la muerte no es en realidad miedo a estar muerto, sino miedo ante la situación en la que «mi corazón se llenará del máximo temor».
Sufrir es un fenómeno complejo. El dolor físico, el malestar, la sensación de desagrado, no son desde el principio idénticos al sufrimiento. Hay un grado moderado de dolor físico que de ningún modo podemos denominar sufrimiento, pues tiene, en la coherencia total de la vida, un sentido claramente conocido, una función biológica, y lo aceptamos sin objeción. El hambre, por ejemplo, tiene el sentido de mover a un ser vivo a que se preocupe por la comida. Una sensación aguda de hambre no supone ningún sufrimiento para el que sabe que, dentro de cinco minutos, se sentará ante una mesa bien provista. Sin embargo, la misma hambre es un sufrimiento para otra persona que sabe que, en un tiempo razonable, no va a tener nada que comer. Al hambre se le junta el miedo de un hambre mayor. El hambre pierde su sentido funcional allí donde ella es el mejor cocinero (es decir, cuando es muy grande): se convierte entonces en sufrimiento.
A partir de un cierto grado de intensidad, el dolor corporal como tal es ya sufrimiento, es decir, cuando devora todas las perspectivas positivas o negativas de futuro. Si ese dolor se va, se va de una manera notablemente perfecta. Los dolores ya desaparecidos gustan en cuanto tales, nada se tiene ya contra ellos; sólo queda la alegría de que han pasado. El mal (moral) pasado, por el contrario, sigue siendo mal, y es objeto de pesar.
Decía más arriba que el mecanismo del dolor tiene ante todo un sentido biológico: precisamente el de estimular una actividad. Si consideramos el dolor en un puro plano fisiológico, como mecanismo fisiológico, y no dentro de la vida orgánica, es claro que sólo dura y actúa durante el tiempo y con la intensidad que exige su función biológica. Si sólo cupiera considerarlo de ese modo, un enfermo incurable no debería sentir ya ningún dolor, porque el dolor no desempeñaría en él, en la práctica, ninguna función. Sin embargo, el dolor continúa actuando, despliega una vida propia, llega a ser un cuerpo extraño en el ser. En lugar de estimularnos a una actividad, nos condena a la pasividad. En este sentido hablamos aquí del sufrimiento.
Allí donde no se acierta a integrar una determinada situación dentro de un contexto de sentido, allí comienza el sufrimiento. El término alemán «sufrimiento» tiene, de manera análoga a sus términos correspondientes en otras lenguas, un doble sentido. Significa tristeza (infelicidad, desagrado, …), y también sencillamente pasividad (en el sentido de passibilitas), o, por decirlo a la moda, frustración. La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es, ante todo, una pregunta paradójica. Ella misma es expresión de sufrimiento, de ausencia indudable del sentido del actuar. Y se atraviesa en el camino de su propia respuesta (la obstaculiza). Apenas es posible darle una respuesta teorética, pues tal pregunta quedaría resuelta si desapareciera, pero no desaparece porque se resuelva. Los amigos de Job, con sus respuestas teoréticas, sólo consiguen irritarle. Dios no responde a sus preguntas, sino que le hace callar.
La sociedad moderna, tanto en Occidente como en el Este, también silencia la pregunta sobre el sufrimiento, pero de una manera distinta, es decir, suprimiéndola. La sociedad moderna concentra sus esfuerzos en la evitación y en la disminución del sufrimiento, y, por cierto, tratando de evitarlo no sólo de una manera indirecta, sino directa, como es eludiendo su interpretación. Los métodos y técnicas para evitar el sufrimiento tienen, sin embargo, por desgracia, efectos paradójicos. Tomados en su conjunto no aumentan la felicidad, ya que transforman el horizonte de las expectativas, y no eliminan con ello la discrepancia entre lo que creíamos poder esperar y lo que realmente sucede. Incluso se ha ensanchado esa discrepancia en algunas sociedades fundamentadas en el aumento de las necesidades. Pero aunque bajemos el nivel de tolerancia para soportar las frustraciones, al final siempre obtenemos la misma suma, o incluso un aumento del sufrimiento.
Cuando, como sucede en estos últimos tiempos, leemos con frecuencia que algunos colegiales se suicidan porque han llevado a casa malas notas, no cabe buscar la razón simplemente en que el juicio sobre las calificaciones escolares sea en los padres de hoy más severo que en los del siglo XIX. La razón está más bien en un índice más bajo de tolerancia respecto de las sensaciones de frustración. Konrad Lorenz ha hablado del creciente infantilismo que impulsa sin cesar hacia una inmediata satisfacción, y que incapacita por ello para soportar situaciones en las que no se da una satisfacción inmediata. Aquí es donde acaece el verdadero sufrimiento. No tiene sentido dudar de que esos jóvenes sufren, pero, ¿por qué sufren? Se trata evidentemente del efecto paradójico de una actitud motivada absolutamente por el intento de evitar el sufrimiento. Una actitud que incapacita para soportar el padecer y aumenta con ello el sufrimiento. Max Scheler ha mostrado que las formas más altas de felicidad son aquellas que no se pueden alcanzar directamente. Yo puedo, sin duda, procurarme un deleite físico, pero las formas más altas de alegría, de profunda satisfacción, de felicidad, no las alcanzo por estudiar Psicología o por aprender técnicas de maximalización del placer. Una civilización fundamentada en el lamento, en la que cada uno tiende a compadecerse de sí mismo y a quejarse de su nefasta situación, apenas tiene ya impulso para hacer a los hombres felices. En la literatura psicoanalítica se dicen muchas cosas sobre el triunfo del placer, pero nunca se habla de la alegría.
La alegría, en cualquier caso, guarda relación con la experiencia del agradecimiento. Cuando la alegría es vista sólo como exigencia de felicidad, se pone en movimiento un automatismo que imposibilita la felicidad. Se podrá, en efecto, hablar siempre de exigencia de felicidad, pero no se puede cumplir con esa exigencia porque ella misma obstaculiza su realización. Cuando se utilizan más los psicofármacos para suprimir molestias normales, para evitar sensaciones de malestar, para disminuir todo temor o nerviosismo, disminuye también, lógicamente, la intensidad de la felicidad. No puede haber montes si no hay valles.
En las sociedades primitivas, a las que ciertamente no podemos retornar, pero a las que debemos referirnos como sustrato de nuestras reflexiones, hay dos figuras relacionadas con el sufrimiento, que nosotros hemos perdido. En ellas se cuenta con el sufrimiento que desarrolla su rol, su función. Dicha función hace posible transformar, hasta cierto punto, el propio sufrimiento en actividad, ya que cada rol exige del que lo desempeña un cierto rendimiento.
El mendigo, por ejemplo, en las sociedades primitivas, y aun hoy en bastantes sociedades islámicas, no es simplemente el socialmente fracasado que debe estar siempre mirando dónde poder quedarse, sino que desempeña un papel. Dicho papel pide una vestimenta adecuada, ciertas formalidades que el mendigo debe decir, etc. Lo suyo no es sólo aceptar lo que le dan, es decir, no ser sólo receptor de la beneficencia pública, sino que él también tiene algo que dar: el mendigo promete rezar por aquel que le da algo. De ese modo, la situación de sufrimiento no es para él una pura condena a la pasividad, como ocurriría entre nosotros con un náufrago que es sólo objeto de auxilios, sino que él también tiene que representar su papel con la dignidad que le corresponde.
Algo semejante podríamos decir de la viuda. Tras ella hay una catástrofe –más intensa aún en las sociedades primitivas–, pero sobrelleva su nueva existencia, por así decir, como quien representa su rol. A ese papel le corresponde un determinado ropaje, e incluso el llanto.
En estos casos, el sufrimiento no es propiamente algo que no debe suceder, y que si sucede convierte al paciente en víctima, en objeto pasivo de auxilios. El sufrimiento está allí previsto. Es posible que alguien pudiera decir: «es mucho mejor una sociedad que no prevé el sufrimiento, pero que se esfuerza por suprimirlo». De hecho, vivimos en una sociedad dinámica que, a diferencia de las sociedades primitivas, tiende a la abolición del sufrimiento. Pero la realidad es que una tal sociedad con su creciente actividad, cuando llega al límite más allá del cual no puede disminuir el sufrimiento, no tiene ya nada más que decir.
Era propio del primitivo dominio del sufrimiento una particular ritualización de las situaciones extremas. Nuestra sociedad, sin embargo, es incapaz de hacer algo semejante con la muerte, que es desviada hacia el anonimato de las clínicas. Cualquier hombre sabe que puede caer en sus garras en cualquier momento, pero ¡no hablemos de eso! De hecho, en ningún sitio se habla de ella y, desde luego, de ningún modo con los moribundos. Pero, sobre todo, ya no se enseña a morir. Los niños ya no ven cómo mueren los ancianos; no se enseña a morir, y así la mayor parte de la gente se encuentra con la muerte por vez primera en la suya propia.
La sociedad primitiva rodeaba a la muerte de un ceremonial. Morir no significaba en ella verse forzados a una actitud de pura pasividad: el morir pertenecía a la plena realización de la sociedad. Allí el curandero tenía, por su parte, la tarea de curar a los enfermos con hierbas y conjuros, pero, al mismo tiempo, también tenían su finalidad los ritos mágicos. Con ellos se realizaba algo. El paciente formaba parte con su sufrimiento de una actitud dramática.
El contraste con el curandero lo representa hoy el investigador médico, al que le interesa más la enfermedad como tal que el enfermo. El médico se sitúa, por decirlo así, entre el investigador de la Medicina y el curandero. Por una parte, cura de acuerdo con el nivel de su ciencia y de su propia experiencia médica; por otra parte, establece con el paciente un contacto personal que suaviza su situación y la integra en una relación activa. Parece que algo sucede, y cuando parece que algo sucede, es que realmente sucede algo.
La extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia. Que hoy no se practique masivamente es algo que sólo debe agradecerse a que Hitler la utilizó: sus huellas han producido terror en todo este tiempo. La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia ya no tiene sentido; sólo interesa hacer de ella algo placentero. Cuando eso ya no sucede, lo más lógico es suprimirla. Justamente en este contexto se plantea a su vez la pregunta sobre el sentido del sufrimiento.
Tal pregunta puede ser planteada allí donde se deshacen las formas primitivas del vivir, es decir, allí donde la antigua integración del hombre en el grupo –integración que al mismo tiempo situaba al hombre en el cosmos– se rompe. Plantear esa pregunta es un síntoma del aislamiento del hombre, para quien el cosmos ya no es una patria, sino que se siente realmente desprotegido, como solo ante ese silencio del espacio infinito del que habló Pascal.
Hay dos maneras de dificultar una respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Una de ellas es el naturalismo o materialismo, cuya postura se fundamenta en que el sentido está ligado al obrar del hombre, fuera del cual no existe ningún sentido. El sentido termina allí donde la praxis llega a su término, allí donde tropieza con la invencible naturaleza. El sufrimiento no es un sin-sentido, pues la naturaleza –que no es ni buena ni mala– no guarda absolutamente ninguna relación con el sentido, sino que es el reino de la necesidad. Lo necesario es aquello que no se puede cambiar. Ante ello es absurdo (sinsentido) preguntar por un sentido.
Algo semejante ocurre con la pregunta sobre Dios. Existe una tendencia en la teología contemporánea a unir el discurso sobre Dios exclusivamente con la praxis. Esa teología no tiene en el fondo nada que decir a quien no tiene capacidad de obrar, a quien sólo padece y cuyo obrar podría consistir, en todo caso, en transformar ese sufrimiento en una relación con Dios, es decir, en oración. Detrás de lo que decimos está la máxima de evitar incondicionalmente el sufrimiento.
También la reflexión sobre la muerte podría convertirse en algo del mismo tipo, pues la muerte ya no es sufrimiento. En este caso, la eutanasia sería lo más adecuado, aunque no fuese desde luego una solución satisfactoria, ya que con ella no se suprime el miedo del hombre ante la muerte. (Para quien es consciente de que en cualquier momento se le puede poner una inyección letal, la muerte repercute en la vida que todavía se posee: pensar en ella provoca un sentimiento de infelicidad.)
Desarrollar la praxis por ese camino dependería, en una concepcion materialista, de que la muerte perdiera su aguijón. El hombre, por tanto, debe ser enseñado a comprenderse como un género, no como una persona. Así el mundo llegará de nuevo a ser una patria. Y al final de una vida plena, morirá el hombre «colmado de años», como dice el Antiguo Testamento. El hombre ya no tiene nada que objetar a esa muerte. Se trata de un intento de devolver en cierto modo al hombre a la naturaleza: de reducir, por una parte, sus pretensiones, y de elevar, por otro, su praxis, sus esfuerzos, hacia la humanización del mundo. Cuando tal praxis alcanza su límite, indudablemente sólo le queda al hombre la resignación. El hombre debe renunciar a esperanzas excesivas y buscar el sentido sólo allí donde se encuentra: en el obrar solidario.
Más allá de esta actitud sólo está la clásica postura del estoicismo. Los estoicos habían desarrollado una doctrina sobre la evitación del dolor que no estaba ligada con la actividad transformadora del mundo, sino que dejaba al mundo tal como es. Su pregunta sonaba así: ¿qué podemos hacer para que lo que sucede no sea experimentado como sufrimiento, es decir, para que no disminuya nuestra libertad? La famosa respuesta estoica decía así: «ducunt fata volentem, nolentem trahunt». Si yo consiento desde el principio con la necesidad, si acepto desde el principio voluntariamente lo que no puedo cambiar, entonces no puede sucederme realmente nada adverso. Entonces soy tan libre como Dios. Entonces tampoco Dios puede hacer nada contra mí, porque si yo, desde el principio, ante lo que El me envía, digo: «eso es justamente lo que yo quería», entonces Él no puede hacer nada que vaya contra mi voluntad. Yo he aceptado desde el principio que todo sucede como sucede (que todo es como sucede).
Podemos asimilar por completo a la de los estoicos la postura activa que defendiera que el sentido radica en el obrar y fuera de él consentimos con la necesidad, evitando así el sufrimiento.
Los propios estoicos eran conscientes de que la posesión real del método estoico, de la apatía (la impasibilidad), nunca se ha dado verdaderamente. Además tampoco podían negar que el dolor físico puede alcanzar tal grado de intensidad, que nos condene contra nuestra voluntad al sufrimiento. Sólo quedaba entonces para ellos un recurso –el suicidio– como último acto de afirmación de libertad.
Una forma aún más consecuente y extrema de evitar el sufrimiento se da en el budismo. Su programa tiende a una anulación del sufrimiento justamente a través de la anulación de la voluntad. Si el sufrimiento es frustración, obstáculo para algo que yo quiero, entonces la solución más segura es, lógicamente, salir al encuentro de lo que de ningún modo quiero. Los estoicos querían afirmar su libertad en el Yo. El budismo pone en ese mismo Yo la condición de posibilidad del sufrimiento; a través de la praxis meditativa debe desaparecer el Yo: entonces se desvanece también el sufrimiento.
En todas estas soluciones se trata siempre de evitar el sufrimiento, y no de plantear la pregunta sobre su sentido, porque el sufrimiento es en sí mismo lo sin-sentido, aquello que yo no puedo asociar a ningún sentido por mí mismo.
La cuestión sobre el sentido del sufrimiento es específicamente bíblica. Presupone la fe en una ilimitada totalidad de sentido, la fe en que el universo en su conjunto descansa dentro de un contexto de sentido. Sólo desde ahí tiene sentido preguntar sobre el sentido del sufrimiento. Tal pregunta se plantea ante todo allí donde se cree en un Dios omnipotente y bueno, es decir, allí donde, por tanto, es posible preguntar: «¿cómo se armoniza ese hecho con la existencia de sufrimiento en el mundo?».
En Homero no se plantea la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Los héroes homéricos viven todos dentro de una cierta tristeza. Saben que estarán sobre la tierra sólo un corto tiempo, y que luego deben bajar al Hades, donde les aguarda un oscuro destino. A ninguno de ellos se le ocurre preguntar qué sentido tiene todo aquello. Es la «necesidad», contra la cual tampoco los dioses pueden nada.
Sólo donde se acepta y se cree en un sentido universal, como sucede en la religión bíblica, llega a ser planteada como tal la pregunta sobre el sufrimiento. Aparece como pregunta sobre la justificación de Dios (es decir, como justificación del obrar de Dios), pero no entendida en el sentido de que si Dios quisiera podría evitar cualquier sufrimiento (es decir, no poniendo en Dios la causa del sufrimiento). Hay muchos que piensan que Dios podría haber hecho también una tierra de jauja (Schlaraffenland). Pero la pregunta entonces es si ése sería un mundo más deseable. Podemos fácilmente explicarnos que el obrar humano supone una naturaleza independiente del hombre. Para poder obrar debemos contar con una tal fiable naturaleza.
Además (la pregunta sobre el sentido del sufrimiento) presupone el hecho real de que vivimos en un mundo que nos es común, en el que seguimos los más divergentes fines; y que existe un mundo externo al hombre que es indiferente respecto a los gustos de cada cual y que, por eso, le opone resistencia.
La idea de una tierra de Jauja carece de sentido. No carece, sin embargo, de él la idea de una naturaleza que armonice por completo con los fines de la praxis humana.
Pero de hecho tenemos que tratar con otra naturaleza distinta, emancipada de la praxis humana. Aunque hay en ella, ciertamente, una razonable coordinación, integración, utilidad y belleza, todas esas cosas son sólo como ciertos vestigios de sentido dentro de un conjunto que no es verdadera totalidad, sino un mar de indiferencia formado por partículas que sólo giran alrededor de su propia reproducción. Un símbolo de esa desintegración, es decir, de esa falta de sentido, es la tumoración cancerosa, la emancipación de las células. La desintegración, la falta de sentido, es experimentada como sufrimiento.
El Nuevo Testamento, en la Pasión de Cristo, nos sitúa de manera extrema ante la dolorosa experiencia de la falta de sentido: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» También esto, en efecto, es un rol dentro de un drama. Jesús reza un versículo de un salmo, y representa el papel del siervo sufriente de Dios del Antiguo Testamento. Pero el papel debe ser representado comprometiendo la entera existencia, y eso significa que quien lo representa debe perder de vista el conjunto del guión. El sentido del papel es la experiencia de la falta de sentido. No cabe ver en esa historia de la Pasión ningún vestigio del heroísmo estoico. La Pasión de Jesús está descrita expresamente como algo que se hace contra su voluntad. A ella pertenece el ruego que dice: «haz que este cáliz pase de mí».
Si nos preguntamos por el sentido cristiano del sufrimiento, debemos considerar cómo es interpretada la Pasión de Jesús en el Nuevo Testamento. Hay en él dos pasajes centrales que ofrecen esa interpretación, uno del apóstol Pablo, quien afirma que Jesús se hizo «obediente hasta la muerte», y otro de la Epístola a los Hebreos, en el que de manera aún más fuerte se dice que «aprendió a obedecer a través del sufrimiento».
¿Qué significa esto? En esos pasajes se presupone claramente que los hombres en su conjunto viven en un estado que no es el normal. El sufrimiento se manifiesta como el reverso pasivo del mal, que ha sido causado por la desobediencia. Pero también como el único medio para suprimir el mal, precisamente a través de una experiencia adecuada a él. El mal atrae el sufrimiento, y con ello su propio juicio. Lo finito, que se pavonea de ser el centro de todo –y eso se llama desobediencia–, nada puede hacer para llegar a ser verdaderamente Dios. Su pretensión ilusoria se quiebra y su verdad pasa a ser el sufrimiento. Pero en la verdad no puede existir el mal. El mal es esencialmente mentira.
La autoafirmación propia del mal consiste sobre todo en separar mi propio mundo de experiencia del de los demás, de manera que el sufrimiento esté en los otros y en mí las ventajas. Esa situación de asimetría, de alienación, sólo puede ser cambiada si la curvatio in seipsum, la curvatura propia del mal sobre uno mismo, se rompe; es decir, si dicha situación es contemplada desde un punto de vista exterior y, de esa manera, puede ser experimentado su absurdo como sufrimiento. Sólo así torna el mal a la obediencia.
El cristianismo enseña que todos nos encontramos en una situación como la descrita. La doctrina cristiana sobre el pecado original no dice sino que todos vivimos en un contexto general de culpa, en el que todos entran a formar parte cuando comienzan a pertenecer a la sociedad humana. La Psicología demuestra que, en una familia, por ejemplo, pueden existir situaciones neuróticas tales que, quien entre a formar parte de esa familia padecerá un tic, reproducirá la situación. Cada uno de nosotros está implicado ya desde niño en un inevitable contexto de culpa en el que se hace también culpable. No se trata de que cada uno sea sólo una víctima pasiva, sino de que cada uno forma parte del juego, participa en la injusticia que cada uno comete contra los otros.
El Nuevo Testamento describe esta situación como desobediencia, como el estado en el que cada cual busca convertirse en el punto central del mundo. El sufrimiento vuelve a situar el punto de vista en su perspectiva universal: descubro repentinamente la situación en la que todos nos encontramos, y me aparto de la desobediencia. Pues la desobediencia es no escuchar, no oír el sentido del todo. Sólo puede representar bien su papel quien presta atención a las órdenes del director y escucha el papel de los otros. El tirano monologa: el sentido sólo es para él su sentido. Trata activamente de imponerlo sin consideración al sentido del conjunto, en el que los obedientes proyectos de sentido de los co-actores podrían ser también desarrollados. Pero como dice el refrán: «Quien no quiere oír, ha de sentir», es decir, debe ser advertido de que la realidad es algo común (colectivo). El culpable debe experimentar cómo se siente la víctima.
La interpretación cristiana del sufrimiento dice, según creo, que los hombres viven en un contexto general de culpa que se caracteriza porque cada uno se ve a sí mismo como el punto central (el ombligo) del mundo. Ese contexto de culpa sólo puede ser eliminado si es experimentado como sufrimiento. Mientras el malo encuentre aceptable y perfectamente en orden vivir a costa de los demás, ¿para qué cambiar la situación? El que sufre se ve obligado a experimentar la falsedad de la situación. Esto se ha puesto de relieve constantemente en la tradición cristiana. Todos los grandes santos y doctores de la Iglesia han entendido el sufrimiento como el irremediable reverso de la arbitrariedad individual, por el que el hombre vuelve a ser conducido a la verdad.
Eichendorff dice: «Tú eres el que destruye dulcemente sobre nosotros lo que construimos, para que miremos al cielo; no me quejo de eso.» Aquí se ve de nuevo claramente que, en nuestras reflexiones, no se trata nunca de un sufrir superficial que pudiera ser evitado. Un padecer evitable no tiene ya el carácter de educación en la obediencia en el sentido neotestamentario. El sufrir se experimenta con mucha mayor intensidad justamente allí donde hubo antes una intensa actividad, y esa actividad fracasa.
Lutero cuenta la historia de un misionero que no convierte a nadie y combate contra el destino. Dice Lutero: la voluntad de ese hombre no era buena, porque «es señal segura de mala voluntad que no sea capaz de soportar los obstáculos». Cristo está dispuesto a aceptar también el fracaso de sus esfuerzos humanos, como voluntad del mismo Dios que le exige esa actividad.
Allí donde alcanzamos el límite de nuestra capacidad de obrar, allí nos encontramos con el sufrimiento del que aquí hablamos. Además cualquier discurso sobre el sentido del sufrimiento sólo tiene plenitud de sentido en cuanto discurso sobre el propio sufrimiento. En el sufrimiento ajeno sólo hay para mí una llamada a mitigarlo. No significa esto que –con puras técnicas modernas de disminución del dolor– se le evite a la persona esa situación que le impidiera alcanzar la plena madurez de su humanidad. Eso sólo sería una cómoda huida de la verdadera y profunda solidaridad. La verdadera solidaridad significa ayudar a encontrar el sentido del sufrimiento. Si hoy se distribuyen en las iglesias revistas misioneras en las que sólo se habla de acciones humanitarias, en lugar de hablar del Evangelio, entonces, con tal comprensión de la misión, quedamos disculpados de la más profunda solidaridad. Nos reservamos para nosotros lo mejor que tenemos.
Cuando se habla del sentido del sufrimiento, no se puede pretender obtener una respuesta transparente acerca de nuestro sufrimiento. Si alcanzáramos tal tipo de respuesta, no sería ya el nuestro verdadero sufrimiento. En el sufrimiento hay siempre un momento de comprensión. Su sentido aparece sólo puntualmente, como «una luz que alumbra lo que piso» (lit. luz para mi pie) y no como iluminación de todo el terreno.
Yo he podido ser testigo en Lourdes de cómo un enfermo quedaba curado, como a veces sucede en Lourdes, de una manera incomprensible para la medicina. Pero no fue la curación lo que me produjo la impresión más honda, sino los enfermos que se iban de Lourdes sin haber sido curados. Se hubiera podido suponer que estarían llenos de la más profunda desesperación, pero, ¡ni mucho menos!, ¡todo lo contrario! El mayor milagro de Lourdes es la serenidad de los que la abandonan sin ser curados. ¿Cómo puede suceder eso? Tal realidad está relacionada con el hecho de que para ellos la curación milagrosa de alguno les hace entender que el sufrimiento que padecen no es un fatal destino. Si Dios puede curarme, debe tener un motivo para no hacerlo. Un motivo, es decir ¡un sentido!, y el sentido consuela.
La actividad curativa de Jesús no consistió en sanar a todos los hombres, sino puntualmente a uno o a otro. Su actividad «que sana al mundo» sólo se hace visible de vez en cuando, lo suficientemente visible para que el creyente sepa en Quién cree y por qué.
El sentido del sufrimiento es una paradoja. El no puede por sí mismo estar lleno de sentido, sino cumplir una función de referencia al sentido. Sólo bajo el presupuesto de que existen Dios y el pecado puede cumplir el sufrimiento su función. Y el sentido del sufrimiento es, entonces, ayudar al que lo padece a refugiarse en Dios, en Quien podrá encontrar todas las demás posibilidades de felicidad. El escritor inglés C. S. Lewis escribió una vez que es evidente que para Dios no es una desgracia ser el «tapa-agujeros». La mayor parte de los hombres se encontrarían maltratados en su dignidad si alguien acudiera a ellos sólo porque no queda más remedio. Dios, decía Lewis, no es tan bueno consigo mismo.
Podría decirse: «la religión es el opio del pueblo». ¿Por qué no? Cocteau escribió que se debe recibir la comunión como una tableta de opio. Los que consumen drogas dicen que tienen el efecto de «aumentar la consciencia». Que eso sea cierto es una cuestión que no vamos a discutir aquí. Pero se dice con ello que alguien, en una situación de extremo vacío, puede agarrarse a algo que le lleva a sentirse como si no tuviese ninguna necesidad.
Experimentar la privación es necesario para la vida, es vital. Quien nunca tiene hambre está enfermo, porque el hombre necesita alimento. El hambre es sólo el indicador de que lo necesita. El hombre debe tener hambre.
Si el hombre no alcanza objetivamente su destino sin Dios, la exigencia subjetiva de un sentido absoluto, la necesidad de Dios, es una muestra de salud. Y la no necesidad de Dios, un defecto. Lo que ponga al hombre en la ocasión de descubrir subjetivamente la necesidad de Dios, es un medio para alcanzar la salvación.
Quedan aún dos cuestiones, por tratar. La primera, ¿qué sucede con el dolor al que no le podemos encontrar un sentido?, ¿qué sucede con el dolor de los animales, con el dolor de los niños pequeños? Nos situamos aquí ante una oscuridad que no podemos penetrar. No sabemos qué es el dolor para un ser que no entiende el sentido (incapaz de preguntarse por el sentido), un ser que tampoco experimenta el sin sentido porque se mueve en una perspectiva no trascendente. Para un ser así sólo es puntualmente real el dolor actual. Qué sea el dolor para él no es comprensible para nosotros ni positiva ni negativamente. Sabemos que experimenta el dolor. Lo vemos. Pero no podríamos decir que sufre, porque el sufrimiento es un fenómeno complejo al que le pertenece la experiencia de la falta de sentido, la cual sólo tienen los seres capaces de entender el sentido.
A esto se añade que el dolor no es algo acumulativo a muchos individuos. El dolor es siempre «mi dolor», y el dolor de miles de hombres no es ni peor ni mejor que el dolor de uno sólo, no es sino el dolor de miles de individuos singulares. El dolor de un solo hombre plantea el mismo problema que el dolor de miles de hombres. Auschwitz no plantea ningún problema de Teodicea que no estuviera ya planteado desde Caín y Abel. Todo esto no son sino prólogos a los que no sigue ningún epílogo, porque estamos ante una situación que no sabemos interpretar. La Sagrada Escritura nos dice que el sufrimiento de la criatura tiene su último fundamento en la desobediencia del «príncipe de este mundo», y que será también objeto de una redención.
La segunda cuestión, que es central para una interpretación cristiana del sufrimiento, se refiere al sufrimiento vicario, es decir, al sufrimiento de quien en sí mismo no es culpable, sino que padece por otros. Es difícil, para nosotros, pensar la noción de vicariedad en el sufrimiento. Me parece, sin embargo, que es importante, cuando nos preguntamos por la vida del espíritu, no valorar las experiencias de las que se habla en la tradición simplemente según lo que nosotros podamos comprender de ellas en cada momento. Ciertas experiencias deben ser antes vividas, y entonces podremos tratar de comprenderlas. Esto que decimos vale, de manera particular, para la noción de sufrimiento vicario, que es insustituible para la tradición cristiana.
Para acercarnos a él, imaginemos una familia o un grupo íntimo de personas que sufre un alteración: los unos se enfrentan a los otros agresivamente. Para cada uno sólo los otros son los malos; todo iría bien si los otros fuesen de otra manera. Supongamos ahora que entre ellos existiese uno sano, es decir, uno que no tomase parte en esa situación. El sólo sufre por ellos. Y supongamos que carga sobre sí mismo las agresiones de los demás, de modo particular las que recibe él mismo. Se convierte en la oveja negra, pero no por ser malo, sino, precisamente, porque no lo es. Su sufrimiento es un reproche para los otros. Y entonces ocurre algo espantoso: es herido y muerto. Podemos imaginar que esa muerte produjera una catarsis; que los otros descubrieran que él había padecido porque ellos habían combatido entre sí. Él había asumido íntimamente aquella situación como sufrimiento. Su padecimiento era sustitutorio, porque realmente eran ellos los que debían haber sufrido. Nadie cambia mientras que no se padece bajo el mal, pero en este caso el mal se ha padecido. Y así, se produce una transformación de la entera situación. Ahora todos sufren; ante todo por aquella pasión y muerte, pero también porque tal cosa haya sido posible.
Dice Freud que un presupuesto para la curación a través de la psicoterapia es que una situación se experimente como sufrimiento. Si hablamos del sufrimiento vicario de Jesús, nos situamos ante un sufrimiento que se corresponde al absurdo del mal en toda su profundidad. El fracaso de Cristo no es el fracaso de un proyecto cualquiera, sino el fracaso en el anuncio del reino de Dios sobre la Tierra. Lo que Cristo enseñaba era el sentido. Sencillamente, el bien. Enseñaba una situación del mundo tal y como debería ser; y justamente ahí fracasó. El sufrimiento que padeció es el sufrimiento por el fracaso del sentido absoluto: es el sufrimiento absoluto. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Ese sufrimiento es comprendido en el Nuevo Testamento como sufrimiento vicario. Y así en toda la tradición cristiana ha sucedido que los que sufren se han visto en una misteriosa relación con el mundo y sus culpables enredos, y han entendido el sufrimiento como una ayuda para dar la vuelta a esta situación de culpa.
Cuando se dice que Jesús aprendió a obedecer. no quiere decirse que antes no hubiera vivido bajo el signo de la obediencia. Pero también se destruye ese sentido de su vida en cuanto se entiende como sentido de su vida finita. La rebelión de lo finito como suceso cósmico es vencida allí donde se experimenta adecuadamente como sufrimiento. Eso sucede en el sufrimiento del Hijo de Dios. La hora del Gólgota es la hora de la verdad. Cuando el mismo Dios, bajo figura finita, muere, «destruye la enemistad en su propia persona» (Ef 2, 16). Y de ese modo tiene lugar lo que en el Nuevo Testamento se designa como resurrección. Ésa es, ciertamente, la última respuesta del cristianismo a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Sobre ella se debe hablar, porque sin la supresión del sufrimiento no tiene éste ningún sentido. «Sentido del sufrimiento» sólo puede significar la integración del sufrimiento en un contexto absoluto, donde al final ya no sea sufrimiento. Es como en el caso del hambre, que sólo tiene pleno sentido en cuanto que impulsa a comer y se ha comido. Del mismo modo, la historia de Job tiene como final natural que se le devuelva todo; si esa historia no hubiese acabado así, todo el discurso no hubiese sido sino puras palabras.
Cuando Ivan Karamazov afirma que devolvería su entrada para el cielo si el camino pasase a través del sufrimiento de un niño inocente martirizado, sólo cabe una respuesta que dice relación al reconocimiento del poder de Dios, y que comienza con una «contrapregunta»: «¿a quién le interesa que devuelvas tu entrada?, ¿salvas así al niño de su suplicio? ¡No! Entonces, ¿en qué consiste tu gran gesto?». La entrada que Ivan quiere devolver es la que permite entrar en aquel lugar en el que los sufrimientos de los niños inocentes martirizados son suprimidos, el lugar en que todos los sufrimientos son transformados en alegría. Se podría decir que eso no existe, que es una ilusión. No quiero discutir sobre ello. Pero, ¿qué sentido tiene decir «no quiero la alegría que procede del sufrimiento, la alegría en la que ese sufrimiento desaparece»?
La fe cristiana es fe en la verdadera supresión del sufrimiento. Hegel dice que las heridas del espíritu curan sin cicatriz. La alegría es la real anulación del dolor. El refrán afirma que los dolores pasados dan gusto. La cuestión es si existe algún estado en el que el dolor sólo sea ya algo pasado; entonces ya no planteará más la pregunta sobre su sentido. El dolor, de manera contraria al pecado, no es un motivo de tristeza, sino de alivio, cuando se considera retrospectivamente. Cualquiera puede entristecerse, aunque las cosas vayan bien, por el dolor que haya causado a alguien. Pero nadie se entristece porque haya padecido dolor, si ese dolor ya no se padece: es como si no hubiera sucedido. El sufrimiento aparentemente total sólo alcanza a tener sentido cuando ha sido ya relativizado por una más total alegría.
De eso se habla en el Nuevo Testamento cuando Jesús llama bienaventurados a los tristes, «porque serán consolados». Es posible, como se ha hecho, llamar absurda a esa esperanza, pero sin ella la respuesta al sufrimiento no es una respuesta cristiana. Y debe quedar muy claro que, fuera de esa perspectiva, de ningún modo se puede hablar del sentido del sufrimiento. El sufrimiento sólo puede tener sentido si es relativo, y sólo es relativo si todos los sufrimientos pueden ser suprimidos. No es suficiente que algún hombre pudiera quizá ser feliz alguna vez, pero que los hombres del pasado fueran infelices. El sufrimiento sólo es suprimido cuando el sufrimiento de cualquier hombre se transforme en alegría. De eso se habla en el Apocalipsis, al final del Nuevo Testamento: «¡Mira, ésta es la morada de Dios con los hombres! Él habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y el Dios con ellos será su Dios. Enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque lo anterior ha pasado (…) Mira, hago nuevas todas las cosas.»
Sólo desde esa perspectiva puede hablarse de un significado cristiano del sufrimiento.