¿Por qué un belga o francés muerto durante la Segunda Guerra Mundial generaban menos estupor que una víctima de los últimos atentados terroristas en esos países? Tal vez, por la misma razón por la que un civil sirio asesinado por un misil europeo no aparece inmediatamente reflejado en las portadas de los medios de comunicación del mundo occidental: el terror es noticia cuando se disfraza (o lo disfrazan) de novedad.
La marcada diferencia entre la cobertura espontánea (aquella que sucede inmediatamente después del hecho y sin demasiada planificación editorial) de las muertes violentas alrededor del mundo no solo debe entenderse a partir de las asimetrías de concentración de poder -que pueden explicar muchos otros fenómenos, incluso, las situaciones violentas en sí mismas-, sino, también, de la comprensión de la lógica que les es propia a los medios de comunicación. Para hacerlo, deben tenerse en cuenta otras variables fundamentales que inciden en la noticiabilidad de un acontecimiento de estas características: la probabilidad, la magnitud de las consecuencias asociadas y las referencias compartidas.
En primer lugar, las probabilidades de sufrir un ataque son inversamente proporcionales a su impacto mediático. En zonas de alto nivel de belicosidad, en las que, lamentablemente, la violencia ha llegado al punto de la naturalización (no en términos de las consecuencias, sino de la estadística), la resonancia noticiosa de este tipo de hechos se diluye. Esta circunstancia no solo puede observarse en casos extremos, como el de una guerra. Si se analiza la cobertura mediática de países que sufren disímiles niveles de violencia, el fenómeno se percibe con nitidez.
Brasil, por ejemplo, posee una tasa de homicidios per cápita considerablemente superior a la de Argentina: veintisiete asesinatos cada cien mil habitantes, en contraposición a los siete cada cien mil que se registran en nuestro país. Ahora, si se expone a un brasileño medio a un noticiero argentino, le llamará la atención el despliegue, la cantidad de tiempo y el nivel de indignación social frente a las muertes violentas registradas aquí. Coberturas del tipo “cadena nacional”, como las ocurridas en los casos de Ángeles Rawson o Lola Chomnalez, resultan extrañas en la lógica de los canales de televisión brasileños.
Eso, claro, no significa que en aquel país se tenga menor capacidad empática frente a situaciones de esta índole, sino que la mayor frecuencia de hechos violentos a los que está expuesto naturaliza la agresión y, como resultado, los medios dejan de percibir estos actos como rupturas en la cotidianeidad informativa.
En segundo lugar, la magnitud y la diversidad de consecuencias del hecho violento constituyen otro de los factores determinantes de su relevancia noticiosa. Hay que recordar que los medios informan a partir de lógicas narrativas; en ese sentido, no solo abordan los hechos de manera estática, sino que contemplan los antecedentes y, sobre todo, su posible evolución. Esa tensión enfocada hacia la construcción de un relato futuro provoca que se evalúen permanentemente las consecuencias potenciales de cada suceso. De este modo, la tragedia francesa del Bataclán ocurrida el último 13 de noviembre tuvo una cobertura masiva en los medios porque se la interpretó de inmediato en el marco de lo que fue: el desencadenante de una sucesión de eventos que impactarían en la vida de millones de personas. La primera gran comprobación de aquella percepción se concretó con el bombardeo a la ciudad de Al Raqa el 15 de noviembre de 2015. La segunda, el martes en Bruselas.
En tercer lugar, referencias comunes directas e indirectas asociadas a un acontecimiento aumentan el grado de impacto noticioso que este desencadena. En ese sentido, que París sea desde la segunda mitad del siglo pasado la ciudad del mundo que más turistas recibe al año o que Bruselas sea la principal sede administrativa de la Unión Europea, no resultan datos menores en términos del interés que genera lo que en esos lugares sucede. París o Bruselas del 2016 tienen más referencias directas en una mayor proporción de habitantes del mundo que París o Bruselas de 1940. La comparación con Al Raqa es tan abrumadora que, posiblemente, un porcentaje altísimo de la población occidental se haya enterado de la existencia de esa ciudad a raíz del ataque francés posterior a los atentados del años pasado.
Estas circunstancias exhiben que, de hecho, el valor mediático de la vida de una víctima no es universal, sino que es una variable relativa a un contexto específico definido por una serie de interacciones complejas. Sin embargo, es importante señalar que esto no es entera responsabilidad de los medios. Los criterios utilizados para la producción de contenidos se edifican a partir de la tensión entre los propios valores de la organización informativa y la interpretación y decodificación de lo que proyecta -algunas con mayor grado de precisión y otras con menor- como el interés de sus audiencias. Interés que, como todo proceso emocional, suele escapar a los límites racionales de lo que es o no justo. Por esto, promover coberturas mediáticas que visibilicen los procesos de violencia de lugares considerados periféricos puede constituir un mecanismo eficaz de redistribución de la empatía social por las víctimas y hacer que sus gritos de ayuda también sean escuchados por quienes pueden contribuir a protegerlas.
Fuente: una versión resumida de esta columna fue publicada por el diario Perfil el sábado 26 de marzo de 2016.