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Abrí la puerta. Inhalé con la conciencia de quien sabe que va a ver a alguien por última vez y lo contuve el aire durante toda la visita. Ahí estaba: amarilla, arrugada, atenta. Charlamos de las vacaciones, jorobamos al abuelo y hasta nos pusimos a cantar —las canciones de Cristian Castro ya no me suenan igual—. Miré sus labios áridos y sus ojos perla y me sentí una traidora. Traté de sonreír más despacio. Pensé en la pileta de O’Higgins, en los jazmines de su cuadra y en sus fideos con kétchup. Se me escapaban las sonrisas. “Buscame en una estrella”, masculló; me lo había dicho siempre, pero esta vez era de verdad. El corazón me corría como en un péndulo. ¿Cómo podía ser que fuera el día más triste de mi vida y me sintiera tan feliz?
Aristóteles decía que la eudaimonía era el fin que debíamos perseguir a lo largo de nuestra vida. Los sujetos modernos hemos convertido esa aspiración en una obsesión enfermiza; basta con ver el “mundo feliz” huxleyiano que construimos en redes sociales para comprobarlo. Creemos que, más que una meta o una búsqueda, es un derecho imprescindible. Esto, necesariamente, conlleva frustraciones; ¿o acaso conocemos a alguien que siempre está contento? Quien no sube una foto disfrutando una experiencia no la vivió realmente; y emoción que no se ve, emoción que no se siente.
Ahora bien, cabe preguntarnos: ¿qué tan lejos está la angustia de la alegría? Sostengo que más cerca de lo que muchos piensan. En efecto, las emociones atraviesan a los seres humanos en forma de ciclo necesario. No existe aquel que viva en un estado de júbilo puro, ni tampoco sumergido en una pena eterna. Es más: no es posible llegar a la felicidad sin antes pasar por la congoja y viceversa. Constituyen el mismo ciclo vital que transitan los días, que nacen con la rojez acogedora de la mañana y atardecen hacia la nostalgia lúgubre que los arropa. Las huellas de uno y otro, los estados de ánimo, se reflejan en la rosácea de los últimos rayos de sol y en el cobalto que tiñe la madrugada.
Siguiendo esta línea de pensamiento, resulta evidente que solo podamos reconocer la alegría a través de la angustia y a la inversa. En definitiva, se trata de sentimientos que coexisten en cada circunstancia. Ya lo dijo Gabriela Mistral… Se erigen como dos caras de una hoja: de un lado aterciopelada, y del otro, la palma ensangrentada. Podríamos definirlos como una suerte de opuestos complementarios: la felicidad como paliativo de la tristeza, y esta última como recordatorio de la primera.
Es menester advertir los peligros de caer en las trampas que supone la artificialidad posmoderna. Reitero: no existe el deleite puro que reflejan las historias de Instagram, del mismo modo que la ansiedad eterna que retratan los medios resulta ilusoria. La alegría perpetua nos condenaría, en efecto, a una expectativa engañosa que tarde o temprano caería por su propio peso. Por su parte, la tristeza infinita nos abismaría en un pozo hasta perder lo último de nuestra existencia. Se trata de estados alienantes, alejados de la experiencia real del ser.
En última instancia, la melancolía y el regocijo se habitan mutuamente. Tomando el símbolo taoísta del yin yang, se trata de fuerzas que se oponen, al tiempo que se complementan. Conviven en un equilibrio sinuoso e inevitable, donde no hay uno sin el otro. Cierro los ojos y pienso en la frescura que emana el perfume de la tierra recién mojada por la lluvia; lluvia que entristece y que renueva, que aflige y que depura. Las experiencias de zozobra dejan huellas duraderas que se sienten en la pisada lodosa de los paseos más afables, así como podemos encontrar el calor de un abrazo en las tormentas más gélidas.
De esta manera, todo momento de esplendor oculta siempre una cara afligida; empero, en este mismo sentido, de cada situación taciturna brota también una cuota de alegría. Por eso, el sentimiento de opulencia no debe conducirnos a beber del río Leve y descuidar la pesadumbre que mora en cada ser humano; es necesario, en cambio, que nos abracemos enteros, con todas las contradicciones que eso implica. Solo desvelando los sentimientos furtivos de la vida es que se podrá pasar por las circunstancias de la vida de manera victoriosa.
Vuelvo a pensar en ella. En el dolor que dibujaba su sonrisa y en el bienestar de su cuerpo enfermo. En el pensamiento insoportable de que no la vería nunca más, y en la caricia que abrigaría mi alma cada vez que pensara en ella de ahí en adelante. En sus manos frías y en el olor a jazmín. En sus ojos perla y en los fideos con kétchup. Miro al cielo buscando una estrella. Suena Cristian Castro en mi cabeza y pienso en el manantial azul que me llena de amor.
Por Agustina Duque. Estudiante de 4° año de Comunicación.