Por: Carlos González Guerra, Director de la Maestría en Derecho Penal de la Universidad Austral.
El sistema penal y la sociedad tienen una convivencia muy especial, que se ve reforzada cada tanto con la aparición de casos que, por un motivo u otro, adquieren un impacto mediático significativo. El juicio por el homicidio de Fernando Báez Sosa, que tuvo su veredicto el lunes pasado, ha sido, sin dudas, uno de los más relevantes en este sentido en los últimos años.
Es por eso que los casos penales de estas características tienen, justamente, dos dimensiones. Por un lado, la mediática y las posiciones tomadas por la sociedad, en este caso ya desde la misma madrugada del homicidio. Por el otro, el desarrollo judicial del caso con la recolección y la evaluación de la prueba, que determinará los hechos acontecidos y, luego, su valoración técnico-penal para establecer las posibles imputaciones concretas. En el caso de Báez Sosa, la primera dimensión parece haber contaminado la segunda: en la sentencia del Tribunal Oral hay saltos lógicos que hacen aflorar dudas y preguntas sobre por qué se tomó finalmente la decisión que reclamaba el clima social.
La primera dimensión social y mediática viene preconfigurada con lo que se ha denominado “la identificación de la mayoría social con la víctima del delito”. Una identificación promovida por el cambio lento pero progresivo del derecho penal subjetivo y de la potestad de juzgar y castigar del Estado. De “la espada del Estado contra el desvalido delincuente”, como forma con la que se procuraba evitar la arbitrariedad estatal al momento de la aplicación de las penas, se fue pasando, en Argentina y en muchos otros lugares, a una interpretación diametralmente distinta, que acentúa “la espada de la sociedad contra la delincuencia de los poderosos”. En el caso de Fernando Báez teníamos por un lado a un joven humilde, con deseos de progresar, que había trabajado todo el año para viajar a la costa; y, por el otro, varios chicos de clase más acomodada, algunos de ellos jugadores de un deporte percibido como elitista.
Quizás lo más interesante para discutir sea cuál es en definitiva el fin que busca el Estado con la imposición de una pena a las personas que cometen delitos. Este debate conlleva naturalmente entrar en el análisis de las raíces filosóficas del problema. Se podría discutir la dimensión comunicativa que tiene la pena al momento del dictado de la sentencia –televisado en vivo casi como cadena nacional o reality show, en este caso–, es decir el mensaje que la sociedad en su conjunto recibe del sistema penal al declarar la culpabilidad de una persona por un hecho delictivo reafirmando la idea general de que la ley está vigente y hay que cumplirla. También se podría discutir su dimensión aflictiva que corresponde a todo cumplimiento efectivo de las penas impuestas. Por dimensión aflictiva quiero decir el paso necesario, en algunos tipos de delitos, de la persona condenada por la privación efectiva de su libertad en una cárcel. Sin embargo, con la sentencia recién dictada y la discusión técnico-dogmática que surgió a partir de ella, vale la pena centrarnos en un tercer aspecto: la valoración que de la prueba obtenida hizo el Tribunal para decidir finalmente el delito por el cual condenar.
El Juicio Oral o Debate, parte central de todo proceso penal, se llevó adelante en este caso con seriedad, y se permitió a cada una de las partes ejercer con libertad y responsabilidad sus derechos y garantías. Cada parte estructuró lo que técnicamente conocemos como “teoría del caso” aportando las pruebas que creía necesarias, preguntando y objetando preguntas tanto a testigos como a peritos y valorando el resto de la evidencia acumulada durante los tres años entre la muerte de Fernando y el juicio.
Al momento de los alegatos finales, los acusadores y la defensa presentaron dos posiciones técnicas bien distintas. Los acusadores sostuvieron que los ocho imputados actuaron con alevosía (artículo 80 inciso 1 del Código Penal), que hubo entre ellos un acuerdo previo de matar –premeditado– (artículo 80 inciso 6) y que, a la luz de la teoría de la coautoría funcional –teoría del catedrático alemán Roxin, también usada en el Juicio a las Juntas en 1985–, hubo entre ellos un reparto de tareas que hace irrelevante cuál fue el golpe letal, ya que el aporte de cada uno de ellos fue necesario para producir la muerte. Esta imputación por el artículo 80 del Código Penal de la Nación lleva consigo la imposición de una pena privativa de la libertad indivisible, es decir, la tan reclamada socialmente prisión perpetua, con la que el Tribunal Oral condenó a cinco de los ocho imputados, dejando para los otros tres la imputación por el mismo delito, pero con la reducción de pena por no considerarlos coautores sino partícipes secundarios.
La defensa de los ocho acusados barajó una valoración mucho más amplia que la construida en la teoría del caso de los acusadores y sostuvo que sus defendidos debían ser absueltos, por determinadas nulidades de la prueba que no viene al caso discutir aquí, y postuló que –en caso de que los hechos fueran considerados probados por el tribunal– la imputación debía ser por delitos totalmente distintos a los indicados por fiscales y acusadores particulares. Naturalmente, la defensa argumentó en favor de delitos cuyas penas son más leves. En primer término pretendió que se los condenara, en todo caso, por el llamado homicidio en riña (artículo 95 del Código Penal), que prevé una pena de prisión de 2 a 6 años para aquellos casos en los que durante una riña o agresión se produce la muerte de una persona sin poder determinar quién fue en concreto el que la causó. En segundo lugar, indicó que podría tratarse de un homicidio preterintencional (artículo 81 inciso 1.b), que establece una pena de prisión de 3 a 6 años cuando alguien, con el propósito de lesionar, termina produciendo la muerte con un medio empleado que no debería razonablemente producirla. Y recién como última alternativa, la posibilidad de la imputación por homicidio simple, pero claramente con dolo eventual, que según el artículo 79 del código, debe llevar a los jueces a determinar una pena entre 8 y 25 años de prisión y obligaría al tribunal a determinar una pena distinta para cada uno de los ocho imputados en el caso.
Ante estas dos posiciones, el Tribunal Oral se inclinó por la teoría del caso de los acusadores y por el reclamo de la mayoría social. Procuró ser salomónico al dejar a tres de los ocho fuera de la imputación a prisión perpetua, pero no lo fue. Se identificó con la víctima del delito.
En su toma de posición, el tribunal consideró que, de la prueba discutida durante del debate oral, quedó probado que los ocho imputados acordaron atacar a golpes a Fernando Báez Sosa fuera del local bailable donde habían comenzado los altercados y de donde habían sido expulsados por personal de seguridad. Para el tribunal también quedó probado que los ocho imputados se organizaron para atacar por sorpresa y desde dos frentes distintos a Fernando, que se encontraba en la vereda de enfrente a Le Brique, charlando con unos amigos. El tribunal consideró también probada la intervención como partícipes secundarios de Viollaz, Cinalli y Lucas Pertossi quienes, al golpear a los amigos de Fernando, impidieron que éstos pudieran acudir en su ayuda.
Ahora bien, incluso probados, como sostiene el tribunal, los hechos del caso donde se demuestra que los ocho actuaron de manera premeditada para organizar un ataque por sorpresa y en grupo contra Fernando, resta un punto central en la imputación: la prueba de la intención de matar. Incluso dando por buena la premeditación de salir a lesionar hay un salto lógico que da el tribunal y que resulta, cuanto menos, muy difícil de entender. En el fallo se pasa del dolo de lesión premeditado –es decir, del acuerdo de todos para ir a golpear y lesionar a Fernando–, al dolo directo (intención) de matar en el transcurso de los pocos segundos que dura el ataque. Y es ahí, según la opinión del tribunal, cuando Fernando quedó inmovilizado, prácticamente inconsciente y a merced del ataque de sus agresores, permitiendo por ello imputar el agravante por alevosía.
Repesamos los hechos. Se pelean dentro de Le Brique, los saca el personal de seguridad, quedan en lugares distintos, a los 10 minutos se produce un ataque de los ocho contra el grupo donde estaba Fernando, incluso aprovechando que los policías se habían ido: es decir, premeditando el ataque. Dos le pegan, cae, tres se pelean con los amigos de Fernando y cinco lo patean y lo golpean hasta matarlo.
¿Dónde arranca el dolo de matar? ¿Premeditaron todos matar? ¿O el dolo de matar surge cuando ya estaba indefenso en el piso y los cinco siguen golpeando? ¿Cómo se demuestra allí que hay un acuerdo de matar? ¿Ese acuerdo de matar fundamenta la coautoría o fundamenta el homicidio agravado por concurso premeditado? Y finalmente, ¿Cómo se traslada ese dolo a los que estaban peleando con los amigos de Fernando?
El Tribunal Oral tomó posición por una pena –la perpetua reclamada socialmente–, trató de reducir la dimensión aflictiva para tres de los intervinientes y finalmente buscó los argumentos para llegar a ese resultado (quiero hacer esto, qué herramientas tengo a mano para fundarlo). No parece ser ese el análisis lógico que corresponde. El camino que siempre se nos ha enseñado en la dogmática es el análisis de la prueba, su valoración y su encuadre en la ley penal vigente. Quizás es por poner el carro delante del caballo que en el fallo hay saltos lógicos que no terminan de explicar por qué éste no es un caso de homicidio en riña (algo se dice), de homicidio preterintencional (algo menos se dice) o, quizás, que es lo que más parece, un homicidio simple (no por eso menos grave), donde hay sólo con respecto a algunos de los imputados elementos para imputar el “dolo eventual” de matar.
Con el objetivo de imponer la prisión perpetua, el tribunal se vio obligado a considerar que en el caso existió intención directa de matar –dolo directo–, de modo de poder encuadrar el hecho en los agravantes de premeditación y alevosía, cuando en realidad todo parecía indicar que los homicidas se representaron la posibilidad de matar y siguieron golpeando resultándoles ello indiferente, estructura que concuerda más con un supuesto de dolo eventual y por lo tanto haría imposible poder sostener las agravantes. Incluso considerando que existió dolo directo en la cabeza de alguno de los agresores, muy difícil resulta poder trasladar esa imputación subjetiva a todos ellos y, más aún, considerar la existencia de los agravantes.
La conclusión hoy es que vemos a la gran mayoría de la sociedad conforme con el fallo, porque considera que se hizo Justicia –se dio a cada uno lo suyo–, se puso la máxima pena que prevé la ley, y vemos a una parte muy menor de la sociedad –los especialistas en Derecho penal que aún piensan que la dogmática penal tiene algo que hacer en la resolución de los casos–, cuanto menos preocupados al ver cómo esa valiosa herramienta técnico-penal que por años venimos estudiando puede llevar a soluciones inesperadas. Aunque en el fondo, para unos se hizo Justicia y para otros se usó la dogmática penal y se discutió sobre ella, que no es lo más habitual en los fallos en nuestro país.
La dimensión comunicativa de la pena está cumplida, se reafirmó de modo general la vigencia de la ley declarando culpables a los responsables del homicidio y mostrándonos a cada uno de nosotros que no se puede matar sin consecuencias. Sólo espero que su dimensión fáctica, la privación concreta de la libertad, sea lo menos aflictiva posible para aquellos a quienes les corresponde padecerla. Si eso no sucediera deberíamos volver a revisar una y otra vez qué esperamos como sociedad democrática de la imposición de una pena privativa de la libertad. Más aún cuando, como en este caso, quienes deben cumplirla están al principio de su edad madura y pueden y deben ser reincorporados mejores a la convivencia social.