La velocidad del cambio parece acelerarse y en este contexto agitado familia y escuela, instituciones educativas de primer orden, se miran, se confrontan, se reflejan. Como agencias socializadoras -las de mayor calado en la vida de las personas-, se ven hoy ante el desafío de fortalecer lazos. Esto es clave para alcanzar una transformación positiva: pasar de ser realidades desligadas o enfrentadas a actuar como aliadas y caminar a la par en el marco de una relación de colaboración.
Son numerosos los factores que inciden en el curso de esta articulación, que en la práctica se concreta en encuentros entre seres humanos: las figuras parentales, por un lado, y docentes, directivos y miembros del staff, por el otro. Se trata de una dinámica traducida en vínculos interpersonales que se trazan en torno a un punto de confluencia: ese niño, niña o adolescente que recibimos para educar en el seno de la familia y en el ámbito escolar.
Los vínculos son comunicación. Son procesos comunicativos en constante despliegue. De ahí que para las instituciones educativas resulte imprescindible formar a sus equipos en habilidades blandas, en competencias comunicacionales y socioafectivas. Las familias están actualmente sometidas a un alto nivel de estrés y necesitan apoyos. Desde la escuela se impone comunicar de manera llana, precisa, asertiva, favoreciendo el diálogo, afinando la escucha, encarnando una actitud receptiva y una disposición empática.
Avanzar en el conocimiento mutuo para forjar un vínculo de confianza debe ser el objetivo en cada caso. Para ello debe darse una doble coherencia de mensajes: entre los diferentes actores de la institución escolar, de cara a las familias, y entre los referentes adultos -padres, madres, docentes, directivos-, de cara a los niños y las niñas. Esto es elemental si nuestro propósito común es el bien de cada niño, de cada niña. Esto es coherencia de modelado: decir y hacer en sintonía. Porque sabemos que una educación integral solo es viable mediante una acción coordinada de los distintos actores que intervienen en el proceso educativo.
Tal como lo expresa un proverbio africano: hace falta una tribu para educar a un niño. Ser tribu es tener cohesión y consistencia de valores. Es ser comunidad. Es tener pautas colectivas, normas de convivencia razonadas, aceptadas y vividas por todos sus miembros. Y es también construir un entorno de pertenencia en el que el principio de solidaridad se ponga de manifiesto.
Solo una coherencia de base nos conducirá a sellar un pacto, un convenio tácito surgido del sentido común que oriente nuestras acciones educativas. Es un dato empírico que los agentes educativos actuamos hoy descoordinadamente y que es necesario arribar a acuerdos que nos permitan reeditar antiguas alianzas, asumiendo la responsabilidad que nos cabe con la clara conciencia de que la mejora de las sociedades solo será asequible mediante la educación.
Educación es tradición y prospección. Es mirada de futuro que valora el legado del pasado, que revisa errores y promueve un crecimiento que derriba condicionamientos. Estamos llamados a comprometernos con ese mañana posible, estrechando vínculos y formando en la integración -y no en la fragmentación- a cohortes de ciudadanos que habitarán escenarios que están más allá de nuestra capacidad de proyectarlos, de definirlos, de imaginarlos.