El antagonismo es inerradicable, sentencia Chantal Mouffe, pero no implica que adversarios se transformen en enemigos. La dimensión antagónica es inherente a las relaciones humanas y es la política la que la ordena, como un orden siempre contingente y temporario. Nada indica que no pueda haber un consenso conflictual, es decir, reconocer la pluralidad en vez de negarla.
La política -según la autora-, debiera apaciguar los antagonismos permitiendo que cada uno defienda sus ideas, esto es, el tránsito de un antagonismo a un agonismo propio de lo político. Los desacuerdos no sólo son legítimos, sino necesarios, aun con un debate encarnizado sobre alternativas. Por ende, piensa en procedimientos regulados, democráticos, donde subyace la idea de consenso racional, centrado en la arena donde se dará el debate.
Destacar el pensamiento de Mouffe es reconocer la ausencia de inocencia. Sin embargo, su enfoque realista empieza a quedarse corto en la descripción del accionar político. Las aceleraciones tecnológicas y sociales vienen produciendo una acelerada metamorfosis de la comunicación política a la que urge entender porque, cuando ella cambia, es la política misma la que se transforma. Y en esa dinámica, cuesta encontrar cambios positivos. Madame de Staël describía los excesos del bonapartismo cómo “una espada fría y cortante que, hiriendo, helaba”, con estas palabras pretendo incomodar para alertar sobre los excesos cortantes que socavan la convivencia política.
Hablaré de cambios mundiales que también se dan en Argentina. La híper personalización es de los principales. Ya no sólo hay partidos políticos con personalidades, sino que hay personalidades con o sin partidos. Muchos liderazgos van “entallando” las instituciones a su gusto. El accionar político, muchas veces, es la más pura exposición de narcisismos descomunales donde los liderazgos son tanto un sistema como un individuo.
El 80% de los mensajes electorales están destinados a fortalecer la figura de esos liderazgos y sus atributos personales, según pudimos comprobar junto a Natalia Aruguete cuando investigamos campañas presidenciales. Solo una quinta parte son propuestas. Las plataformas electorales son piezas de arqueología. Lo que de verdad elegimos es el modo estético en que los egos se exponen y nos fascinan -o asquean-.
Asistimos a una proliferación de discursos popularizantes, arrogantes, que no pretenden verdad. Apelan al sentido común y al anti-intelectualismo. Marcan un regreso al pensamiento premodernista. ¿Su propósito? Expandirse ilimitadamente. A sus enunciadores les importa poco saber o no saber. Sí -y mucho-, el dogmatismo, tildar de herejes a quienes los discuten. Desde la polémica existen y desde ella confrontan negando la otredad. La otredad, un adversario, una adversaria, quien me interpela, sólo está para ser humillada: para ella nada salvo la denigración. La vida política es un escenario de fractura expuesta.
Las campañas electorales ofrecen discursos elementales, episodios violentos y mala información. Mucha información desinforma y no circula por fuentes noticiosas formales. Según el estudio internacional del Reuters Institute de la Universidad de Oxford, un 65% de las personas acceden a noticias vía motores de búsqueda, redes, mails, whatsapps. Un 74% siente riesgo de leer noticias falsas. Y lo curioso, y habla de la emocionalidad, es que si el contenido es presumiblemente falso, pero satisface sus creencias, la gente igual lo comparte.
Pero la desinformación no sólo es la acción oculta de políticos y empresas inescrupulosas a escala industrial creadoras de bots, trolls, fakenews e infinitos contenidos apócrifos (que sí lo es); ¡cuidado!, también son las voces principales de la política y el periodismo quienes más desinforman. Son inverificables la mayoría de los discursos políticos que se transforman en mentiras descaradas. En Argentina, ya lo habíamos demostrado con la organización de verificación de noticias Chequeado, sobre 1119 discursos a lo largo de casi 8 años, el 49,86% del discurso político basado en datos (el número podría ser muchísimo más grande si se incluye a aquellos que no tienen datos) es falso -no tiene sustento- y sólo el 25,73% es verdadero.
Se asiste a un determinismo radical de las palabras sobre la realidad. Designar es bautizar, proclama Beatriz Gallardo Páuls. Elegir las palabras es, incluso, un hecho mayor que el hecho sobre el que versarán las palabras. El basamento de muchas hace dificultoso discernir qué es verdad y qué no lo es. La verdad pasa a ser un bien privado: ¡lo que creo que es verdad!, Lo dice el clásico libro “El cerebro Político” de Drew Westen: si hay colisión entre razón y emoción, la emocionalidad prima.
Los discursos son más simples, se basan menos en ideas y argumentos, y mucho más en personas y hechos descontextualizados. Se opina de todo, pero rápido. Salir rápido -en medios- es el prototipo del aceleracionismo. Acelerar cualquier posicionamiento con la impronta de ser los primeros. Toda la dinámica implica pensar lo público desde la escenificación constante, pero siempre sobre lo concreto para alentar el disenso. Y repito: no hace falta saber, porque el sentimiento les gana a las estadísticas; el progreso en entredicho y la tecnocracia cuestionada ponen en jaque a la perspectiva experta, afirma William Davies, amén de que el progreso se ha acelerado para unos y desaparecido para otros.
Para colmo, en una seguidilla de crisis que se superponen, aparece un pesimismo ideológico que mete miedo. “Fuego en la pradera”, titula Anne Applebaum. El atractivo emocional de una teoría conspiranoica reside en su simplicidad. Explica fenómenos complejos, da razón al azar y ofrece al creyente la satisfactoria sensación de tener un acceso especial y privilegiado a la verdad. Predominan discursos contra-identitarios: “yo no sé bien lo que soy, pero sí sé claramente qué cosa no soy”. Nos agrupa lo que nos distingue.
Los grupos sociales unificados con intereses comunes definen un tribalismo, casi siempre organizados de acuerdo con liderazgos. Con muchas tribus radicalizadas que hostigan, nadie se calla. Ni quienes ganan, ni quienes pierden. Su consenso interno depende de la auto celebración, no buscan ser políticamente correctas, sino estar cohesionadas. Los extremos están cada vez más ruidosos. Las identidades se presentan como sentimientos ideológicos, donde los debates son pujas morales irreconciliables.
Con la caída de la importancia de los partidos políticos, que no desaparecen, pero que no representan lo que antes representaban, surge el movimientismo: de base, grandes como el #NiUnaMenos, movimientos barriales, de causas ambientales, de causas particulares. Los movimientos son dinámicos, vertiginosos y se articulan frente a demandas concretas. Desde esta perspectiva, le otorgan vitalidad a la representación cuando se transforman en oferta política. Pero acarrean un riesgo: si estas causas concretas no son satisfechas, los movimientos se desarticulan tan rápidamente como se articulan. El movimientismo es rico en magnitud y aceleración, pero es peligroso por la rapidez con la que tienden a desaparecer, generando frustraciones sociales y consensos precarios.
Antagonismo constante, popularización del discurso, sentimentalidad dominante, movimientismo vertiginoso, desinformación a gran escala, tribalismo radical, sólo por citar algunos componentes que definen una comunicación política distinta y, por ende, también una política diferente, son modos de jugar con fuego. En ese fuego que algunas veces se disfruta, todos nos quemamos un poco y ni hablar de la democracia, cada día más ardiente, más caldeada.