Estamos en un tiempo, en nuestro país, de debate entre los espacios políticos, entre los candidatos y gran parte de la sociedad que ya no tiene confianza en ellos. Desde su columna semanal de Entremedios, Damián Fernández Pedemonte pone la mirada en este tema en MDZ.
Sobre un ambiente que oscila entre la frustración y la ira, algunos referentes políticos dejan caer ideas que requieren de un análisis muy riguroso, a juzgar por sus previsibles consecuencias. Ideas sobre la política monetaria, el desarrollo energético sustentable, los derechos humanos y la seguridad, el sistema educativo y el de salud, la relación entre los poderes del Estado.
Recientemente he vuelto sobre la lectura de algunos libros para preparar una conferencia sobre comunicación y posverdad. Los autores, dos de ellos estadounidenses y una argentina, intentan describir las condiciones en las que se dan los debates públicos contemporáneos, sobre todo desde 2016, cuando se empezó a generalizar la idea de la posverdad. Es decir, el hecho de que en la arena pública vale como verdad lo que es aceptado por una mayoría y que quienes tienen acceso a los discursos públicos pueden proponer verdades alternativas. Entre los populismos de derecha e izquierda abundan consignas que no se ajustan a ninguna proposición científica verificada, sino que sirven a una cosmovisión, a una ideología.
“Cualquier triunfo de la razón es temporario y reversible. Cualquier esfuerzo utópico por establecer un orden permanente, por desterrar el extremismo, por asegurar una vida tranquila y confortable para todos los miembros de una sociedad construida sobre principios racionales está condenado al fracaso desde el comienzo”, afirma Justin E. H. Smith, un profesor estadounidense que trabaja en la Universidad de París en su libro “Irracionalidad. Una historia del lado oscuro de la razón”. El libro describe el actual ascenso de la irracionalidad, que desmiente el optimismo sobre el triunfo del pensamiento ilustrado, sobre todo a partir del
traslado del debate público a Internet. Allí no solo proliferan posiciones extremistas, sino que se fomenta un tipo de discusión en el que las pruebas o argumentos carecen de valor. En la polarización de Twitter, por ejemplo, la posición intermedia es inaudible. Nos encontramos con individuos tecnológicamente alfabetizados, pero casi analfabetos en materia de argumentación.
Un debilitamiento de la confianza en la autoridad epistémica -de los científicos, de los pensadores, de los profesores-, hace que ya no haya nadie que regule un discurso público mínimamente aceptable. En otros ámbitos, como el académico e idealmente el periodístico de calidad, sobreviven criterios de verificación de los datos, de validación de los argumentos.
Smith es pesimista respecto de que en el debate público actual prevalezcan los buenos argumentos. “No hay manera de discutir con un fanático”, asegura, y el fanático se crece ante las crisis: la pandemia, las crisis económicas agudas, porque son prueba del fracaso de la cultura establecida y porque le permiten proponer sus soluciones extremas sin necesidad de probarlas. El fanático huye de la angustia de la complejidad, prefiere estar seguro de algo neto, aunque muy improbable, que debatir e introducir matices en sus axiomas.
En otro libro de un profesor estadounidense, The bias that divides us. The science and politics of myside thinking, Keith E. Stanovich postula que más que en un momento de posverdad estamos hoy en los tiempos de “mi verdad”. Valoramos la verdad, sí, pero sólo cuando confirma nuestro punto de vista. Retenemos con más facilidad los datos que favorecen nuestro estrecho modo de pensar. Hay todo un género de videos en TikTok que llevan como título “POV”, punto-de-vista en inglés: Point of View. Consisten en narrar la historia desde una posición particular, empleando el plano subjetivo del cine. El argumento tácito es que desde la subjetividad la historia “es” así, y no se puede refutar. Los profesores de los departamentos de ciencias sociales de las universidades públicas de Estados Unidos cada vez se quejan más de las injerencias a la libertad de cátedra de los administradores con la excusa de evitar ofender a ninguna identidad vulnerable. Hay una retroalimentación entre el discurso de odio y la cultura de la cancelación que también merodea nuestras tierras. Milei, por ejemplo, consigue adherentes entre varones jóvenes heterosexuales conservadores, cansados de los excesos de lo políticamente correcto.
De uno y otro lado, afirma Stanovic, lo que hay es sesgo del propio punto de vista. Myside bias: generamos evidencia, la evaluamos, testeamos hipótesis para confirmar previas creencias, opiniones y actitudes.
“La filosofía nació cuando empezó a valorarse más la verdad que la victoria en el debate”, afirma Smith. Cuando el objetivo es persuadir es probable que haya myside bias. Cuando nos preparamos para una discusión, en nuestras conversaciones internas, estamos mucho más interesados en encontrar “municiones gruesas” para “atacar” los “flancos débiles” del “enemigo”, que en encontrar la mejor solución al problema. De paso, George Lakoff nos llama la atención para que veamos cómo pensamos nuestros debates por medio de metáforas bélicas y procedemos en consecuencia.
Podemos tomar distancia de nuestras opiniones si no consideramos nuestros pensamientos como partes de nuestra identidad, como posesiones de nuestro ego. Si somos más escéptico de las convicciones que no son proposiciones verificables, dice Stanovic. Guadalupe Nogués resume su texto “Pensar con otros. Una guía de supervivencia en tiempos de posverdad” en una charla TEDxRíodelaPlata de 2019. Explica que “cuando conversamos sólo con los que piensan igual, nuestras opiniones se vuelven más extremas y homogéneas”. “Cada discusión parece una batalla entre el bien y el mal. La necesidad de defender nuestra integridad nos hace agruparnos con los que están en la misma situación”. Para romper con este tribalismo, esta dinámica de amigos y enemigos propone distinguir entre “qué” creemos y “cómo” lo creemos. Si a ese “cómo” creemos lo que creemos lo volvemos no tribal, podemos plantear nuestras opiniones sin que lo que pensamos se convierta en lo que somos. “Quizás tengamos más en común con quienes piensan distinto pero quieren conversar que los que comparten con nosotros alguna opinión, pero son intolerantes”.