Alfredo Marcos

Ponencia presentada en la Semana de Investigación Interdisciplinar «Del cerebro al yo», en la Universidad Austral, Campus de Pilar (Buenos Aires, Argentina), del 31 de julio al 3 de agosto de 2017.

Alfredo Marcos
Universidad de Valladolid
amarcos@fyl.uva.es
www.fyl.uva.es/~wfilosof/webMarcos/

 

En la presente ponencia hablo de la aportación que las neurociencias pueden hacer al conocimiento del ser humano, siempre en colaboración con otras fuentes más tradicionales de conocimiento, como son la filosofía, y en especial la ética, la religión, la psicología, las ciencias humanas, las artes y la experiencia cotidiana. Entiendo que las neurociencias no han venido a sustituir a estas fuentes de conocimiento, sino a colaborar con ellas en una tarea tan compleja como crucial para nuestras vidas.

Me centro en el caso de las relaciones entre neurociencias y ética. Pero creo que lo que diga sobre ellas será, mutatis mutandis, generalizable a las relaciones de la neurociencia con cada una de las fuentes mencionadas. Podemos identificar dos modos de entender la neuroética: el modo sustitución y el modo cooperación.

El primero se inspira en las manidas imágenes de sucesión, sustitución y superación propias de la mentalidad positivista. Así, la neuroética habría llegado para sustituir a la ética filosófica, que a su vez habría superado ya la moral religiosa y sapiencial. Por fin, asuntos tales como el bien y el mal, la libertad humana, la responsabilidad, la justicia, la felicidad, el sentido de nuestras vidas y otros del mismo tenor, podrán recibir un tratamiento científico riguroso, se dice. Según esto, conforme avance la neuroética, iremos prescindiendo de la filosofía, así como de las tradiciones religiosas, sapienciales y literarias que torpemente venían guiando a la humanidad hasta la arribada de la ola neuro.

Claro, que hay otra forma de entender la neuroética. En este caso nos orienta la metáfora de la colaboración en equipo. La neuroética se configura así como un lugar acogedor para el diálogo y la mutua escucha, para la colaboración entre las neurociencias y la ética. No aspiramos aquí a la sustitución, que suele implicar empobrecimiento de perspectivas, sino a la cooperación. Las neurociencias seguirán siendo lo que son, una parte dinámica y apasionante de las ciencias naturales, mientras que la ética ha de conservar su carácter filosófico y sapiencial. En estas condiciones de mutuo respeto, la comunicación entre ambas será, sin duda, beneficiosa para las dos y, sobre todo, para la familia humana.

Pues bien, ¿cuáles son las bases filosóficas apropiadas para el desarrollo de una neuroética en modo cooperación? Propongo buscarlas a través de la experiencia cotidiana, el sentido común y la tradición aristotélica.

Si -por decirlo en breve- la mente no es reductible al cerebro, ¿será que estamos condenados al dualismo? En mi opinión no lo estamos. Aristóteles no afirma la existencia de dos sustancias, sino de muchas. En este sentido es un pluralista. Los elementos son sustancias, cada planta, cada animal y cada ser humano es una sustancia. Pero cada ser humano es precisamente una sustancia, no dos. Y cuando usamos el término “sustancia” para traducir a Aristóteles, no debemos entenderlo como lo que subyace, lo material, sino como lo que subsiste, es decir, lo que puede existir en sí mismo.
Cada sustancia tiene, eso sí, sus aspectos material y formal, o dicho de otro modo, sus aspectos potencial y actual. Cada sustancia puede ser vista o bien como lo que de hecho es, es decir, como acto, como forma, o bien como lo que puede ser, como espacio de posibilidades, es decir, como potencia, como materia. No hace falta interconectar de modo forzado materia y forma, porque lo son de una misma y sola sustancia. La unidad entre materia y forma se establece en varios textos aristotélicos (por ejemplo, De Anima II 412a 21 – b 10; Metafísica H6, 1045b 16-21).

Ahora, ¿cuál es la relación entre cuerpo y alma?, o bien, en términos más contemporáneos, entre cerebro y mente. Según la analogía aristotélica, es la misma que se da entre la cera y la figura impresa en ella. Dicho en clave más técnica, es la misma que se da entre la materia y la forma, entre la potencia y el acto de una sustancia dada. Este es el fundamento ontológico de las correlaciones que la neurociencia encuentra empíricamente entre estados del cerebro y acciones de la persona. Además, vistas así las cosas, podemos aceptar que hay una cierta relación causal entre alma y cuerpo, a saber, cada una de estas instancias es causa y principio del ser humano concreto. Son causas necesarias ambas, causa material y formal respectivamente, pero no suficiente ninguna de ellas. Son, en suma, con-causas. También surge una cierta relación de identidad en la sustancia: “lo que está en potencia y lo que está en acto –sostiene Aristóteles- son, en cierto modo, uno”: son la sustancia concreta. En nuestro caso, el ser humano concreto. Pero necesitamos estudiarlo desde ambas caras, materia y forma, y hacerlo con una pluralidad de métodos y perspectivas. Por eso neurociencia y ética han de coexistir y colaborar.
Cuando nos fijamos en los aspectos materiales de un ser humano concreto, por ejemplo en su cerebro, en las neuronas, redes, circuitos y conexiones, en sus neurotransmisores, vemos espacios de posibilidad que condicionan, pero no determinan, sus acciones, espacios de posibilidad que finalmente, gracias a la libre voluntad de un ser humano concreto, colapsarán en tal o cual acción actual. Nuestra libertad es real, si bien condicionada. De hecho, lo que condiciona y limita nuestra acción libre es al mismo tiempo lo que la posibilita. Nuestra responsabilidad moral, por tanto, es genuina. Lo es porque el causante de las acciones concretas es el ser humano concreto (y no solo su cerebro o sus neuronas). Así pues, las neurociencias pueden ser de gran valor para la ética. Nos servirán para explorar espacios de posibilidad, condicionantes de nuestra acción.

No es extraño que muchos materialistas antiguos y modernos negasen la libertad humana, pues partían de una concepción determinista de la física. El compromiso kantiano consistió en aceptar el determinismo desde el punto de vista físico y suponer la acción libre como condición de posibilidad de la razón práctica. Por suerte, hoy los defensores de la libertad humana no precisamos de estos equilibrios. Gracias a la física cuántica sabemos que en los sótanos del universo bulle la indeterminación. La física actual no prohíbe la libertad. La propia física ha roto el cierre causal, ha abierto un espacio de posibilidad, una ventana de indeterminación a través de la que puede colarse tanto el azar como la libertad. Es cierto que la propia física nunca nos dirá cuándo es lo uno y cuándo es lo otro, pues la libertad atiende a fines y a sentido, mientras que el azar no; y la cuestión de los fines y del sentido de nuestra acción queda más allá de la física.

Estas son las bases ontológicas desde las que podemos desarrollar una neuroética en modo cooperación. Y esta cooperación entre neurociencias y ética tiene una doble dirección: Podemos hacer una reflexión ética para la investigación neurocientífica, o bien podemos hacer investigaciones neurocientíficas sobre la dimensión ética del ser humano. Las dos direcciones están incluidas dentro del rótulo general de neuroética.

Toda la información neurobiológica tiene para la ética un extraordinario interés. Por un lado, sugiere que las bases biológicas de nuestras conducta, dada su plasticidad, podrían ser hasta cierto punto educables desde la acción libre. Ya la tradición aristotélica sugiere que se puede generar mediante la acción una especie de segunda naturaleza constituida por hábitos, en el mejor de los casos, virtuosos. Se trataría de una forma de causación top-down en línea con la libertad de la persona.

Por otro lado, aparece la sugerencia de que existen unas estructuras básicas, de carácter genético y neuronal, probablemente comunes a toda la familia humana, en las que se apoya la agencia moral. Dicha constatación tiene importancia como síntoma falible, como falible contraste empírico de las afirmaciones filosóficas clásicas sobre la universalidad y naturalidad de la ley moral. Hasta tal punto puede ser fructífera una neuroética en modo cooperación.

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Alfredo F. Marcos Martínez es doctor en filosofía por la Universidad de Barcelona y catedrático de filosofía de la ciencia en la Universidad de Valladolid. Ha realizado estancias de investigación en Cambridge y Roma. Ha impartido clases y conferencias en numerosas universidades de España, Colombia, Italia, México, Francia, Argentina y Polonia. Imparte clases sobre historia y filosofía de la ciencia, bioética, comunicación de la ciencia. Ha publicado una decena de libros y un más de sesenta artículos y capítulos sobre historia y filosofía de la ciencia, ética ambiental, bioética, filosofía de la biología, comunicación de la ciencia y estudios aristotélicos. Coordina la sección de filosofía de la ciencia de la revista Investigación y Ciencia. Ha sido director del departamento de filosofía de la Universidad de Valladolid. Ha pertenecido a diversos comités hospitalarios de bioética. Es actualmente coordinador del Doctorado Interuniversitario en Lógica y Filosofía de la Ciencia.