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Una persona que deja de dialogar se puede convencer casi de cualquier disparate. “Aislados y solos tenemos una increíble habilidad para engañarnos y crear imágenes de nosotros mismos que, en el mejor de los casos, son unidimensionales. Los demás nos arrancan de nuestros mundos imaginarios”, sostiene el escritor australiano Mathew Kelly. Los diálogos diversos nos mantienen honestos, resultan una oportunidad para escuchar(nos) lo que pensamos y experimentar qué genera en los otros. El diálogo nos abre a otras perspectivas, nos permite ver que esa verdad tan obvia para mí, encierra varios presupuestos que no necesariamente son compartidos por los demás.
Y cuanto más “opuesto” sea el punto de vista, más posibilidad (potencial) de que se rompan los reduccionismos propios de nuestra subjetividad. ¿Por qué tantas veces tememos dialogar sobre política? Porque en el fondo creemos que la posición contraria representa una amenaza. ¿Qué hay de malo en que el otro intente convencerme de su punto de vista —con los argumentos correspondientes— si tenemos presente que siempre tenemos la libertad de sacar nuestras propias conclusiones? ¿Nos damos esa libertad para escuchar? ¿Preservamos esa distancia crítica? ¿Nos permitimos repreguntar para ver qué hay de verdadero en la posición contraria?
Se puede hablar de todo, cuando se quiere honestamente conocer cómo piensa el otro y casi no quedan temas para hablar cuando sólo estamos buscando reforzar nuestros puntos de vista.
En estos días he leído varios comentarios acerca de cómo el diálogo en familia comenzó a polarizarse luego de las últimas elecciones. Si no practicamos hablar con quienes sostienen posiciones contrarias a la nuestra dentro del ámbito familiar (donde nos unen generalmente lazos de amor y respeto) cómo pretendemos que se de esa conversación en el ámbito público? ¿A dónde vamos a aprender a hacerlo?
Yo creo que sí, hay que hablar de política en el asado del domingo, en la cena con amigos, al menos de vez en cuando. Y si la cosa termina mal, pedir disculpas y volver a intentarlo. Ya lo decía Habermas, la democracia sin diálogo es otro mundo imaginario.