En estos días, en los que el Comité Internacional de Pesas y Medidas se ha reunido en Francia para redefinir el segundo, se resignifica, una vez más, la pregunta de cómo medimos el tiempo, y, por qué no, qué hacemos con él.
Por consenso, se había acordado que esta unidad de tiempo del sistema internacional equivale a la duración de 9 192 631 770 períodos de la radiación correspondiente a la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del átomo de cesio. Sin embargo, por suerte, los simples mortales nunca usamos esta definición.
A riesgo de parecer que desvariamos, dejamos esa ardua descripción al mundo de la ciencia. En tiempos de afán por la medición al detalle, resulta oportuno recordar que el físico Albert Einstein advirtió sobre la relatividad del tiempo. Desde su planteo teórico explicó que este se mueve a diferente velocidad, dependiendo de la velocidad relativa a la de la luz a la que se mueve el observador, un jaque mate a la pretensión de exactitud inmanente.
Todos los que hemos vivido al menos un segundo sobre esta Tierra sabemos que el tiempo es relativo. ¿Es lo mismo un segundo de la Sinfonía no 3 de Beethoven que el que usó Paul Tibbets para accionar la bomba que lanzó sobre Hiroshima? ¿Es lo mismo un segundo en un último abrazo de despedida de un ser querido que uno esperando en la fila de un banco? Claramente que no.
No obstante, la interrogante de cómo medir el tiempo lleva milenios de historia. Desde los obeliscos del antiguo Egipto, usados alrededor del 3500 a. C., pasando por los griegos y su reloj de agua o Clepsidra, los chinos con objetos de medición a vela y los de arena que surgen a partir del siglo XV hasta los que llevamos en las muñecas hoy en día.
De este lado del mundo, los pueblos originarios también desarrollaron sus sistemas para medir el tiempo, más relacionados con las fechas festivas y con la naturaleza. Prueba de ello es el imponente Intihuatana de los incas, un reloj de sol labrado en piedra de 1 a 2 metros de altura y 2 metros de diámetro erigiéndose en el Machu Picchu.
En fin, podríamos pasar horas y horas hablando de cómo la humanidad ha medido y definido el tiempo. Pero quizás la clave está en enfocarnos en el momento en que este se convirtió en oro. Exactamente en el punto donde cualquier actividad que no genere ganancia -entendida como oro- es vista como “perder el tiempo”. De hecho, y no deja de resultar de una coincidencia llamativa, el rostro de uno de los íconos del capitalismo, el que aparece en el codiciado billete de 100 dólares, es el de Benjamin Franklin, precisamente quien acuñó la expresión “time is money” en su Advice to a young tradesman de 1748.
No alcanza con echarle la culpa a la famosa frase, porque lo cierto es que respondía a una idea de progreso y linealidad del tiempo propia de la época que aún persiste y se intensifica.
Ya lo sabía Eduardo Galeano cuando escribió: “¡Qué raros son los civilizados! Todos tienen
relojes y ninguno tiene tiempo”. Cabría aquí preguntarnos: ¿cuánto tiempo le dedicó la humanidad a medirlo y a hacerlo productivo y qué logró con ello? Una buena respuesta subyace en el trabajo de la Escuela de Frankfurt que desenmascaró a la modernidad y puso sobre la mesa lo peligroso de sus nociones de razón y progreso.
¿Podemos medir cuánto aburrimiento sobrevino a Vincent Van Gogh antes de dar la primera pincelada de La noche estrellada?, ¿En qué reloj cabrá la observación de Julio Cortázar a
Teodoro Adorno, su gato, antes de escribir los más maravillosos cuentos? Y ni hablar de las horas que perdió Baruch Spinoza puliendo lentes mientras hilaba los más lúcidos pensamientos filosóficos.
En esta carrera contra reloj, más bien perder la noción del tiempo es ganarla. La creatividad
propia del ser riéndose no hace más que saltar los puntos de la línea del tiempo, los dispersa y los reordena caóticamente a su antojo.
En 1975, el doctor en psicología Mihaly Csikszentmihalyi formuló su teoría del flow y dejó esto más que claro. Para él existe otro tipo de productividad, una donde el tiempo se pierde en una conexión absoluta con lo que se hace. “El flujo es un estado subjetivo que las personas experimentan cuando están completamente involucradas en algo hasta el extremo de olvidarse del tiempo, la fatiga y de todo lo demás, excepto la actividad en sí misma”. Podríamos pensarlo como lo más cercano a la fórmula de la felicidad de nuestros tiempos.
Un bebé que pasa toda una tarde tratando de dar su primer paso, un científico absorto en una intensa jornada a punto de tener su epifanía o una escritora anotando eufórica las ideas que fluyen como agua. Eso, para Csikszentmihalyi, es felicidad, donde la experiencia se ancla en un no tiempo o en el presente.
Lejos de la obsesión por no perder el tiempo, los grandes personajes que trascendieron con sus obras se han dejado perder en el tiempo, solo alcanzan a ver sus creaciones atemporalmente increíbles. En este sentido, más allá de redefinir el tiempo, sería mucho más productivo perderlo.